Drácula y el sureste
Drácula, El Jicote, por Edmundo González Llaca.
Tiene razón Ortega y Gasset: “El que no se ocupa de política, es un hombre inmoral, pero el que sólo se ocupa de política y todo lo ve políticamente, es un majadero”. Yo estoy a punto de ser más majadero que el presidente, cuando habla de los ministros de la Suprema Corte.
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Es una sensación de empacho que ya me duró una semana, más tiempo que lo que le dura al presidente superar cualquier virus. Todo lo vínculo con la política, por ejemplo, quiero escribir sobre Drácula, de inmediato, pensé en las caricaturas del secretario de Gobernación, que lo asocian con mi hermoso personaje. Terrible injusticia para Drácula, que siempre anda mejor vestido. Les platico.
Drácula y el sureste
Vale la pena hacer una reconstrucción de hechos de cómo fui seducido por este tenue, susurrante, cruel y maravilloso personaje. Era niño, es decir, hace unos pocos años, cuando me percaté que no sólo me simpatizaban los monstruos de las películas, algo ya de por sí insólito, sino que anhelaba encarnarlos. Me encantaba su muy superior soledad, me seducía su originalidad y escondida belleza; me sobrecogía la terrible persecución que padecían. Decidí estudiarlos e incluso asumir la personalidad de alguno de ellos. ¿Cuál podría ser?
Frankenstein me parecía demasiado rígido, con una cicatriz en la frente que ni siquiera disimulaba con un sombreo de candidato; siempre andaba polvoso y mal vestido. Lo peor de todo, con una sonrisa de barbero y una mirada sumisa y obediente, como si fuera de MoReNa y estuviera en el Congreso votando una iniciativa del presidente.
El Doctor Jekyll cuando se convertía en el monstruo Hyde, tomaba un brebaje que le hacía sufrir unos estertores horribles, como si hubiera comido pozole guerrerense sin carbonato a la mano. No lo acepté. El hombre lobo solo salía con luna llena, lo que ya limita la vida monstruosa. Además, cuando lo correteaban, sudaba horrible el pobrecito. Tampoco me convenció. Descubrí mi verdadero ser cuando tuve contacto con el CONDE DRÁCULA, así con mayúsculas.
Al principio debo reconocer, no lo acepté del todo. Ser monstruo y vivir en su época en Transilvania, en Rumania, entonces país socialista, debía haber tenido sus desventajas. Imaginaba al pobre conde, brutalmente humillado, llenando miles de formularios para satisfacer a la burocracia. No dudo que en más de una ocasión lo hicieron asistir a una ceremonia del partido o lo obligaron a desfilar a pleno día. Resistió al régimen comunista, en México Drácula no hubiera podido sobrevivir a las mañaneras, ni con los lujosos abrigos, poco austeros, del presidente.
Drácula y yo, tenemos sorprendentes coincidencias. Le fascina desvelarse como a mí, es dientón como yo; Pálido pambazo como el color de mi piel. Aunque acepto que yo soy más cachetón, pero es que mi dieta es más balanceada: la sangrita siempre la acompaño con tequila. Me enloquece su elegantísima capa negra, ante la cual no tienen nada que hacer ni las guayaberas de los tabasqueños ni las usadas por los chocantísimos Batman y Robin, que parece que las compraron en oferta en un mercado sobre ruedas.
Pero lo más apasionante de Drácula es que es eterno y polígamo. Por si fueran pocas estas cualidades que lo adornan, tiene el mérito de haber sido un visionario de lo que pasaría al mundo. Desde siempre ha cuidado su salud, prefiriendo beber la sangre de doncellas. Bien sabía que, con el sida, y las costumbres un tanto relajadas, la cuestión del líquido rojo y virginal no sería un refinamiento gastronómico sino auténtica medida de protección para no morir.
Drácula y el sureste
Nota: Exijo que el Seguro Social no se meta con mi admirado y distinguido Conde Drácula, sé bien que en una clínica del Bienestar son capaces de al verlo con los dientes ensangrentados, lo agarran y le dirían que los servicios médicos son mejores que en Dinamarca y pretendan quitarle los colmillos, llevándolo al dentista.
De las cosas que más me gustan de Drácula es que no se ve en los espejos, pues no aparece. Esto tiene serios problemas para rasurarse, pero es comodísimo porque no hay necesidad de comprar espejos y, lo mejor, no hay posibilidad de pelearse con la pareja por el baño.
La otra cosa es que para matar al conde (¡no, por favor!), no hay necesidad de quemarlo, tirarle ácido, dispararle balas de plata, coagularle su sopa o llevarle a un retén para que lo revise la Guardia Nacional. Simplemente le enseñan una cruz -que es algo así como preguntarle a López Obrador de dónde saca los otros datos- y sale volando.
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Ya casi amanece y me siento más mal. No es que mi admiración por Drácula me lleve a sentir sus síndromes ante la luz solar. No, es algo más prosaico. Cené unos malditos tacos queretanos de basura, tamales de chipilín y un poco de morcilla española. ¡De improviso!, se abre la ventana.
Es Drácula, quien con tono de ultratumba me dice: “Fue el mestizaje culinario y no la sangre lo que te cayó de la patada”. Me froto los ojos con las palmas de las manos y vuelvo a mirar. La ventana está cerrada. Estoy solo, bueno, no tan solo. Me acompañan mis reminiscencias y mis monstruos.
El Jicote, por Edmundo González Llaca.
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